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Apolo y Jacinto

I


Se sabe, que ser inmortal y amar son dos conceptos que en toda la historia de su existencia nunca funcionaron. El amor para un dios es lo mismo que una copa de veneno puro. No se corre el riesgo de morir, pero la agonía es asegurada. Y, aun así, los dioses no paraban de enamorarse, perdidamente, entregándolo todo sin esperar nada a cambio. Eso es algo en común que tenían con los mortales.


El amor entre inmortales era breve; Zeus no amo suficientemente a Hera como para serle fiel; Afrodita no tardó en romper sus votos con Hefesto y cometer adulterio con Ares.


El amor entre inmortales y mortales era puro fuego; extremo, fogoso, cálido y efímero.


Así fue el amor de Apolo y Jacinto.


El dios dorado y el hijo de Esparta.


Todo comenzó después de una intensa discusión con su hermana Artemisa que lo había dejado exhausto. Los mellizos acababan de asumir sus roles como dios solar y diosa lunar después de la caída y olvido de Helios y Selene, cosa que había provocado una disputa entre los hermanos para ponerse de acuerdo con las nuevas responsabilidades.


Aunque Apolo estaba seguro que la única que habló fue su hermana mientras él se dedicaba a coquetear con una de las cazadoras que la escoltaban, en fin, los detalles no importaban. No era su culpa que esos estúpidos mortales se olvidasen de sus deidades y lo carguen con más trabajo. El sol iba a seguir haciendo su recorrido aun si no ponía su esfuerzo en ello, el resto eran simples títulos.


Apolo descansaba entre la vegetación junto a un lago, sus caballos dorados pastaban no muy lejos de él, libres de las riendas del carro solar de Helios. La zona quedaba bien escondida dentro de un bosque de altos robles a las afueras de la ciudad de Esparta, Apolo disfrutaba del silencioso ruido de la naturaleza a su alrededor, pronto entraría en calor y se refrescaría en aquel lago que parecía llamarlo para hundirse en sus aguas.


Y entonces llegó Jacinto.


Nada más irrumpió en el claro, Apolo noto que era un espartano, su porte era el de un guerrero y su forma segura y altiva de caminar lo distinguían como noble. Aun sabiendo eso, bastaba con tan solo ver su rostro para identificarlo como un príncipe de Esparta, Apolo conocía esos rizos negros como la casa de Hades, la piel pálida a pesar de las horas entrenando al sol y los lunares que recorrían la integridad de su ser.


El muchacho era una versión diluida de sus ancestros divinos y era tan bello como los dioses que reinaban el cielo.


No pareció notar al dios, ni el dios quiso ser notado, siempre que no lo atraparan desprevenido podía ocultar su presencia a gusto.


Jacinto se acercó al lago y después de un momento se quitó su túnica lavanda y se sumergió en el lago con la seguridad de alguien que ya conocía de memoria aquellas aguas.


Apolo observó con objetiva curiosidad mientras el muchacho se refrescaba en el lago, era musculoso, pensó, alto y ancho de hombros, su espalda trazaba líneas que el dios quiso recorrer con los dedos. Definitivamente un mortal interesante. El príncipe apartó el pelo húmedo de su rostro y por primera vez observó al dios.


Apolo contempló el rostro sorprendido del chico con una mano apoyada en su barbilla y la otra descansando en su rodilla.


—Estás en territorio de dioses, muchacho.


Jacinto no tardó en contestar, en un tono brusco.


—Y usted está en territorio espartano, señor.


Apolo se rió, claramente era un príncipe.


Jacinto mostró una mueca de disgusto y luego se dio vuelta, ignorando completamente a Apolo.


—El subsuelo para los muertos, el cielo para los dioses y la tierra para los mortales—recito Jacinto—hasta donde yo sé, este lugar me pertenece más a mí que a ti.


Apolo levantó una ceja, rara vez se veía un espartano adiestrado en las artes poéticas, que criatura interesante.


—¿Quién dijo que soy un dios? —preguntó Apolo.


—¿Los caballos dorados? ¿El carro de oro? —respondió Jacinto con obviedad.


—¿Y no me temes? —Apolo se irguió en toda su altura.


—A lo único que le tengo miedo es a morir sin una lanza en la mano, así que no, no tengo miedo—el agua le llegaba hasta la cintura, revelando la pálida piel del torso y los brazos.


Apolo se rió a carcajadas, hasta que el semblante controladamente inexpresivo del chico se rompió en confusión.


—Pocos son los que se atreven a desafiar a un dios, Jacinto, pero por esta vez lo voy a dejar pasar. Solo si me preguntas mi nombre.


—¿Cuál es el nombre con el que se te conoce, dios?


Apolo vio su sonrisa reflejada en los ojos negros de Jacinto.


—Apolo.


Y así, se sellaron los últimos meses de vida del príncipe.


II


Apolo empezó a concurrir todos los días al claro del lago, inconsciente del imán que lo atraía al muchacho. Algunas veces Jacinto no aparecía, era un príncipe espartano, tenía deberes a los que responder. Pero a Apolo no le importaba, le bastaba con recostarse entre la hierba o en un tronco y esperar hasta que el muchacho apareciera. El tiempo era un suspiro para él.


Muchas veces no conseguía más que sacarle gruñidos y sonidos de desdén, Jacinto parecía hacer un esfuerzo consciente por ignorarlo en las ocasiones que visitaba el claro, a veces pasando horas sin mirarlo mientras se relajaba en el lago o entrenaba en solitario con la lanza.


Con el tiempo, Jacinto se fue ablandando, el giro en su relación sucedió en una tarde fría, debido a que el sol ya se estaba poniendo. Sus pies se movían solos, tenía una plenitud de actividades a las que presentarse y aun así no había logrado sacarse la intranquilidad en su mente de no haber visitado el bosque en mucho tiempo.


Ni bien puso un pie en la arboleda, el sonido de un instrumento entró por sus oídos, una melodía dulce, antigua como el mismo sol y hermosa como la naturaleza era, si cerraba los ojos podía sentir al bosque cerniéndose sobre él; las ramas se movían ansiosas envolviéndolo, guiándolo; los animales esperaban cautelosos y los pequeños arbustos parecían moverse para abrirle paso hasta que por fin entro al claro.


Lo primero que sintió fue el calor, ya que no sintió la necesidad de restregarse las manos contra la piel pálida y erizada de sus brazos. Después fue la luz; había entrado mientras atardecía, pero en el pequeño claro del lago el sol estaba en su máximo esplendor, las aguas eran un espejo perfecto y en ellas se reflejaba un halo dorado.


En un extremo del lugar se encontraba Apolo, apoyado en un tronco con los ojos cerrados y la barbilla hacia arriba. Con una mano distraída rasgaba una lira rústica de madera de la que salía tan maravillosa melodía, su cabello era de oro como así lo eran sus vestimentas, que parecían emanar un leve brillo, como si estuvieran hechas de estrellas.


Le tomó tres intentos normalizar su respiración. Era la canción, lo estaba descolocando.


Se acercó un poco más hacia el dios y tomó asiento en un tronco caído que solía servirle de asiento. Observarlo era tan doloroso como placentero; era un privilegio prohibido. Pero Jacinto jamás admitiría tal cosa.


—Canta, Jacinto—pidió Apolo. Sus ojos seguían cerrados y la lira no paró de sonar—el bosque está ansioso.


Jacinto no tenía ninguna excusa para ignorarlo, así que obedeció.


Era una canción antigua, una que se supone que no debería saber, que había escuchado a escondidas cuando sus hermanas tomaban clases de artes femeninas. Un hombre no debe tocar instrumentos, le decían sus hermanos. Un Espartano debe portar una lanza desde que nace le decía su padre. Tienes la voz más dulce, le decía su madre.


Jacinto cantó.


Apolo y el bosque escucharon.


Era una canción que hablaba sobre la creación del mundo. Sobre la tiranía de Urano y la rebelión de Crono, sobre el dolor de Gea y los hijos de Rea; que destronaron a su padre y ascendieron a Zeus como dios supremo. La canción hablaba un poco de cada uno de los doce Olímpicos; De Zeus y su rayo, de Hera y sus celos, de Poseidón con su tridente; Deméter, la de pelos trenzados con hojas; Hestia la de ojos llameantes; la belleza de Afrodita y la fealdad de su esposo Hefesto, la fiereza de Ares, la estrategia de Atenea y los pies alados de Hermes. Por último estaban los mellizos, Apolo y Artemisa, los hermanos de oro y plata.


Una vez terminó, el bosque aplaudió.


O por lo menos sus habitantes lo hicieron. Jacinto había cantado con los ojos cerrados y de repente se encontró rodeado de un público diverso. Había animales de todo tipo; conejos, osos, aves en cada rama de cada árbol. Junto a ellos se encontraban las dríadas, ataviadas con vestidos de hojas y corteza, sus pieles eran verdosas y lloraban lágrimas de clorofila mientras aplaudían. Incluso había un par de sátiros, con sus peludas patas de cabra, sentados uno a cada lado de Apolo, que sonreía complacido.


Jacinto miró a los ojos de oro líquido de Apolo, llenos de deleite y sonrió por primera vez en mucho tiempo.


—Tu voz sería alabada en el Olimpo—le diría Apolo una vez todos se hubieran ido— podría hacerte inmortal.


—Vivir para siempre suena demasiado doloroso—susurro Jacinto a su lado, recostado en el césped.


Apolo rió, una carcajada angelical cargada de tristeza.


—Tienes razón muchacho, es mejor morir sin arrepentimientos que cargarlos por toda la eternidad—dijo Apolo, que pasó suavemente sus dedos por el frondoso pelo de Jacinto sin que este se apartara.


Se quedaron un buen rato en silencio.


Apolo había roto la ilusión del cielo y ahora la noche se cernía sobre ellos, las estrellas eran puntos lejanos, “pecas del cielo” les decía su madre. Le gustaba ese nombre. Se lo dijo a Apolo y este río, comentando que le diría eso a su hermana.


Probablemente en ese momento su padre tendría toda la ciudad de Esparta en busca de él, que aún no había aparecido. Pero se sentía muy cómodo ahí, recostado en el claro junto a Apolo, riéndose y bromeando. Su presencia parecía generar calidez en su pecho a la vez que lo protegía del frío con su cuerpo radiante de calor.


—Si tienes que irte, vete—le dijo Apolo con una sonrisa.


—Pero no quiero—respondió Jacinto, y lo decía de verdad.


Apolo se levantó, y agarrando ambas manos del príncipe lo levantó también a pesar de sus protestas.


—Es tu deber hacerlo—Apolo lo miro pesadamente con sus ojos dorados. El pelo le caía en la cara y sus labios estaban entreabiertos. Se preguntó si sabrían a oro.


Jacinto se movió un solo paso y sujeto al dios suavemente por la cara, acercándose para besarlo.


Pensó que, si un mortal pudiera consumir la ambrosía o el néctar de los dioses, probablemente tendría este sabor. La boca de Apolo sabía al sol de verano, no podía describirlo de otra manera, era un sabor dulce, adictivo y refrescante. Jacinto bebió cada gota de los labios de Apolo mientras este sonreía contra su boca y lo sujetaba por las mejillas.


Cuando se separaron, porque Jacinto necesitaba recuperar el aire, Apolo podría seguir besándolo toda la eternidad, las mejillas del muchacho estaban rosadas y sus pupilas estaban tan oscuras que sentía que podría ahogarse en la inmensidad de ellas.


—Nos vemos pronto—dijo contra su oreja, su aliento húmedo dándole cosquillas.


—Nos vemos, Jacinto—se puso de puntillas, ya que, sin alterar su forma natural, el muchacho era más alto que él, y le plantó un beso en uno de los lunares de su frente.


Apolo soltó suavemente al chico y lo observó rodear al lago, caminando tan decididamente como la primera vez que lo había visto, con la espalda recta y los hombros cuadrados. Volvía a ser un príncipe espartano.


Qué mundo tan cruel, pensó Apolo, que hacía madurar tan precozmente a niños que deberían disfrutar de su infancia. Él mismo había sido uno de esos niños.


Jacinto desapareció entre los árboles y Apolo solo pensó en su próximo encuentro.


Jacinto no apareció al día siguiente.


Ni al otro día, ni el día después de ese.


Después de una semana, Apolo decidió entrar en la ciudad.


III


Entrenar, comer, dormir, entrenar, comer, dormir.


La vida de Jacinto había sido siempre así, hijo de un rey y espartano, pero no primogénito como para heredar el trono o lo suficientemente fuerte como para comandar un ejército. No entendía el punto de tener que estar encerrado en la fortaleza de la familia, después de aquel incidente en el que la mitad del ejército lo busco por toda la región tras desaparecer un día entero. Al fin y al cabo, no era lo suficientemente importante en ningún ámbito. Lo único que el destino le podría deparar era que lo casen con alguna joven noble de otro reino vecino, siempre con fines políticos.


Y después estaba Apolo, que le había dicho que su voz era hermosa, que había alabado su hermosura y lo había besado. Su cabeza solo podía pensar en los dedos del dios en sus caderas y en sus labios que sabían a verano.


Recostado en la gran cama de sus aposentos, Jacinto dejó salir un fuerte suspiro.


—¿Cuáles podrían ser los problemas de un príncipe como tú? —dijo una voz.


Jacinto se incorporó de golpe y se encontró con Apolo, vestido de oro como siempre, recostado como un gato en el marco de una de las grandes ventanas de la habitación. Sonreía como un diablo, para variar.


—Que me encierren y me prohíban verte, entre otras cosas—dijo el chico que había recibido al dios en brazos, podía sentir el pulso de Apolo en su pecho, un tanto más lento que el de los mortales, pues corría icor dorado y no sangre en su cuerpo divino.


—Acá estoy, te encontré—murmuró Apolo—te extrañé, realmente pensé que me habías dejado plantado. Hasta queme un par de aldeas de la furia.


—¿Un par? —preguntó Jacinto incrédulo, aunque tenía el comienzo de una sonrisa en sus labios.


—Eran pequeñas—dijo Apolo, restándole importancia con un gesto de la mano.


Jacinto rio con fuerza, una risa que hizo que Apolo lo ame aún más, ambos se tiraron en la cama. Mirándose como estaban acostumbrados a verse sin decir nada. Apolo acariciaba la mejilla de Jacinto con sus nudillos y el chico lo miraba con sus ojos oscuros e inescrutables.


Después de un rato, Apolo se hizo consciente de que la túnica de lino que solía usar, de un color violeta intenso, estaba tirada en el suelo y el chico solo llevaba la parte inferior de la tela. El pecho desnudo de Jacinto bajaba y subía rítmicamente en una canción que Apolo tocaría con su lira hasta el fin de los tiempos, su piel estaba tallada en constelaciones de puntos negros.

—Las esclavas solo vienen a la mañana y al anochecer—dijo Jacinto, que se había percatado de cómo el dios lo observaba.


Apolo puso una mano plana en el esternón de Jacinto. El ritmo del chico era acelerado, imparable, quien diría que seres con tanta capacidad de vivir lo hicieran tan poco. Jacinto se acercó y plantó un beso en la mandíbula del dios, sus ojos le daban una respuesta a una pregunta aún no formulada. Apolo sonrió y atrapó su boca con la de él.


El príncipe estaba en lo cierto con respecto a las pocas visitas que recibía.


Estuvieron una eternidad encerrados en los aposentos de Jacinto, enredados en sábanas de lino. La túnica lila del espartano tirada en algún lado. Apolo acaricio y beso cada rincón de Jacinto, cada lunar en su cuerpo, memorizo el aroma de la cascada azabache que eran sus rizos y bebió sus suspiros con su boca. El pulso del dios seguía igual de sereno en su pecho, pero podía sentir lo caliente de su piel en todos lados, los brazos, el torso, la cadera, las piernas. Era un incendio en el que Jacinto se metió encantado.


Ese fue el día en que acordaron escapar.


La idea había sido de Jacinto, y Apolo solo quería complacerlo. Fue el punto de no retorno.


Fue al anochecer, después de que la sirvienta de Jacinto hiciera su ronda por los aposentos. El príncipe reunió las pocas pertenencias de importancia; un par de túnicas, una lira que le había hecho Apolo y una capa cosida con hilos de oro que le había regalado su madre. El dios lo esperaba recostado en el ventanal y juntos partieron ante los ojos de la noche sin dejar rastro.


IV


Los últimos meses de Jacinto fueron felices.


Vivieron en el bosque, Apolo sabía que los protegería de intrusos, el bosque amaba a Jacinto y respetaba al dios. Los días eran eternos bajo el control de Apolo, y cuando querían que anochezca, ambos se recostaban juntos entre la hierba, cantando canciones tan antiguas como las tierras en las que estaban reposando.


Apolo le enseñó a Jacinto a tocar la lira, dríadas, sátiros y animales siempre se reunían en los bordes del claro para escuchar la dulce voz del chico. Cuando hacían duetos el bosque se estremecía de dicha.


Era tanto el amor que se tenían que no necesitaban a nadie más, Apolo se había aislado de los dioses, ignorando sus llamados, y Jacinto nunca escribió ninguna carta a sus hermanos y hermanas, mucho menos a su padre.


Fue una tarde, cuando la culminación de sus errores rindió frutos.


Los amantes se encontraban en su eterno claro, desnudos y mojados después de refrescarse en el lago. Apolo se había comprometido a instruir a Jacinto en diferentes artes atléticas, ahora que había abandonado el entrenamiento espartano. Jugaban con un disco dorado creado por Hefesto cuando el dios solo era un niño.


Jacinto reía mientras corría y saltaba por el disco, lanzándolo con el mismo salto. Era bueno y aprendía rápido. Probablemente habría ocupado un buen puesto en los altos cargos del ejército. Apolo atrapo el disco y lo lanzó con un poco más de fuerza de lo habitual, ya que la aumentaba gradualmente a medida que Jacinto atrapaba el disco con más facilidad.


No recuerda si fue en el momento que el disco salió de sus dedos, o cuando su brazo se terminó de flexionar, pero supo en ese instante que había cometido un fatal error. El bosque se había quedado callado, el bosque nunca callaba, era un susurro constante en la mente de Apolo. Lo estaban suprimiendo. Las ramas de los árboles se movían violentamente y las hojas creaban silbidos similares a las flechas que disparó junto a su hermana en la guerra contra los gigantes de la tierra.


En el centro del claro, dentro del ojo de la tormenta, había una figura. Reconocería a uno de los mensajeros de su padre en cualquier lugar. Céfiro, el viento del oeste, extendía sus áureas alas y creaba violentas ráfagas de viento.


—¡No! —fue lo único que alcanzó a decir Apolo antes de que el disco se desviara de su trayectoria e impactará en la sien de un confundido Jacinto, que acababa de saltar para atraparlo.


La tormenta paró.


El cuerpo de Jacinto cayó al lago.


El bosque empezó a llorar.


El alarido de Apolo provocó que Céfiro explotara en un destello de fuego dorado, pero no estaba muerto. Apolo lo mataría después.


Una nereida, que solía nadar junto a los amantes, llevó el cuerpo de Jacinto hasta la orilla, donde Apolo se dejó caer en la arena y lo sujetó contra sí. Había muerto al instante. De la herida en su cabeza manaba lentamente sangre caliente que manchaba sus rizos de carmesí. Su alma aún estaba en su cuerpo, aferrándose desesperadamente a una vasija que no podía contenerla. Apolo la observaba impotente entre lágrimas mientras Tanatos intentaba llevársela. Pero Jacinto había bebido néctar y consumido ambrosía, era más fuerte que un mortal promedio.


El bosque susurro una idea en la mente de Apolo, una última oportunidad.


El dios recostó el cuerpo de su amante en la hierba, donde solían dormir abrazados, y le depositó un beso en la frente, encima de un lunar. Después agarró su lira.


La canción fue tan potente y desgarradora que su efecto fue instantáneo. La hierba alrededor de Jacinto se removió, estirándose y abriéndose, raíces y hojas comenzaron a cubrir el cuerpo del muchacho, fusionándolo con el bosque.


Era patético, pensó, que un dios de la sanación solo pudiera hacer eso. Pero había renunciado a su poder sobre la vida cuando su hijo Asclepio ascendió como dios.


Apolo apretó su puño encima de donde había recostado a Jacinto, y del icor dorado que cayó brotó una hermosa planta, sus abundantes flores eran de un lila intenso como la túnica de Jacinto, sus pétalos ondulados eran como sus rizos.


El alma de Jacinto dejó de luchar, alojada en su nuevo recipiente, fusionada con el bosque.


Se dejó caer con fuerza en el suelo y lloró en silencio, drenado de energía. Un pétalo de la flor tocó su mejilla, y casi se sintió como una caricia de Jacinto.


En los bordes del claro los sátiros observaban con pesar mientras que las dríadas lloraban.


Y aún más lejos, en la ciudad de Esparta, cientos de flores violetas empezaron a florecer en todos los rincones de la ciudad. Fuertes y hermosas.


El pueblo lloró.


Su príncipe había muerto.


Así fue el amor de Apolo y Jacinto.


El dios dorado y el príncipe de Esparta.


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