El cielo retumba, impaciente, anuncia un diluvio universal que planea ahogarte. Cerrás los ojos cuando las primeras gotas caen. El frío te hunde, entumece tu cuerpo a medida que el agua se escurre por tu cuello y permitís que tus pensamientos divaguen a otros lugares, que vuelen libres e independientes del aire cargado de electricidad que amenaza, ruge y te hunde el pecho. Por unos momentos que se te antojan eternos la oscuridad te aprieta la garganta, pero luego se vuelve delicada, tierna, casi como una de sus caricias. Te sentís extrañamente tranquilo en el ojo de la tormenta, tenés la ropa empapada y los pies te duelen de correr para resguardarte del granizo, pero la verdad no te importa porque el cielo es hermoso y te recuerda a él, los violentos rayos que lo surcan como hilos fugaces de un complejo tejido son lo único que querés entender. La oscuridad que sucede a la luz es casi del mismo tono de su pelo y estiras la mano para acariciar el aire con ternura. Con un poco de amargura te das cuenta que te gustaría estar ahí con él, riéndote de la absurdidad de todo, corriendo bajo la lluvia mientras gritan eufóricos y agarrarle la mano, agitado y sonriente, debajo de un techo mientras toman aliento. Te preguntás que estarías dispuesto a dar por unos segundos con él, debajo de la tormenta, bailando, como si el cielo no se estuviera cayendo, como si la lluvia no estuviera calando tus huesos helados y como si él estuviera ahí. Dejas de soñar despierto y abrís los ojos, nuevamente anhelando algo que no tenés.
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