tu esencia, oro, oro, oro, oro.
Veo el oro de tu alma, por fin desnudo frente a mí. Me enceguece su belleza, ahora expuesto. Suelo percibir atisbos de él, como cuando en tu mirada concentrada se escuchan, casi imperceptibles, vetas de oro que ocultan los entramados engranajes de esa cabeza tan particular. También lo vi en tu risa, tu risa refulge tan brillante que de vez en cuando amenaza con dejarme ciego, así como tus caricias suelen oler a deseo, teñido de un dorado tan oscuro que se asemeja al bronce.
Casi como si fueras el coloso de Rodas ¿O es que acaso te tocó Midas? Si te abro, si corto con un bisturí delicadamente tu cuerpo de metal, capa por capa, como pan de oro, ¿Tu sangre será roja, como la de los mortales, esa que hace que las mejillas florezcan de escarlata con el calor? ¿O encontraré el dorado icor de los dioses pulsando espesamente, al compás de la luz sin forma (creación pura) que hace las de corazón?
¿Si toco tu piel expuesta mi mano se calentará? Si te beso ¿Voy a sentir la calidez del sol otoñal, que se posa tiernamente en las cortezas maltratadas de los árboles, en mis labios?
Sos un Helios oscuro, brillas como el día, pero la noche –la luna– te trastoca de una manera, te reconfigura en centenas de formas danzantes proyectadas por las figuras de la calle, allí suelo encontrarte más hermoso, cuando tu oro se vuelve plata y en tu frio te volves cálido.
(En tu dicotomía nace mi necesidad, imperiosa, de volverte letra, inventarte, reinventarte y buscarte en un mar de léxico que solo te rodea, maldito dios inefable)
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