La espera es un tanto sombría. Nos saludamos con sonrisas que no llegan del todo a nuestros rostros. Hablamos bajito, como si lo que estuviéramos haciendo fuera prohibido, pero la mayor parte del tiempo nos la pasamos en silencio. Unos ojos tristes nos observan pasar detrás del mostrador, el barbijo oculta la mueca de sus labios.
Una vez cambiados y adentro, nos da la clase con el mismo vigor y alegría de siempre, aunque en el fondo está aún más triste que nosotros. Entrar al agua es un cálido abrazo, me siento en casa. Es el techo de chapa, son las paredes celestes, el persistente olor a cloro, los pedazos de andarivel flotando en el agua y el chorro frio que sale de uno de los extremos de la pileta. Todos nos sentimos igual.
El agua en nuestro cuerpo es como un segundo idioma, uno secreto que compartimos solo entre nosotros, nos encanta hablarlo, gritarlo y susurrarlo en sus mil formas, lo cantamos porque es nuestro himno y lo amamos porque nos ama. Y también nos lástima, porque en el fondo sabemos que nos lo están por arrebatar y no podemos hacer nada al respecto. Una parte de nosotros se está por erosionar y la angustia nos carcome, nos entristece.
Exhaló todo el aire y, con los ojos cerrados, me hundo hasta el fondo. Siento las vibraciones del agua al ser su superficie cortada por cuerpos ansiosos y desesperados, siento —o escucho, se de alguien que me mataría por no saber la diferencia— la vibración de la calefacción de la pileta. Todo es tan familiar y cercano que de repente me siento abrumado por el desgarrador hecho de tener que estar alejado de todo esto, de saber que ya no va a estar más. Los pulmones me arden, pero ¿Qué es un nadador si no una persona que a menudo siente sus pulmones arder? Intento disfrutar de esta sensación dolorosamente placentera, de cómo la presión crece y crece como si me estuvieran estrujando el tórax.
Y unas manos me llevan a la superficie.
No intento disimular, simplemente observó la escena a mi alrededor. Todos ya terminaron y están parados, sin moverse, dentro de la pileta. Nadie quiere salir, nadie quiere ser el primero, nadie quiere decir adiós, sabiendo que un hasta pronto no es probable. Todas las cabezas están gachas, lo único que se escucha son las respiraciones agitadas, que eran de cansancio, pero paulatinamente se transformaban en otra cosa.
Sostengo con fuerza la mano que me saco. Por un momento nada ni nadie se mueve, solo somos nosotros; tres de ellos apoyados en el borde de la pileta y uno sentado junto a ellos muy quieto. Los últimos dos están el uno muy cerca del otro junto al resto, parecen susurrarse algo. Siento como nuestro refugio se derrumba, como la perfecta burbuja que conseguimos formar amenaza con explotar y de pronto lo único que quiero es volver a hundirme en el fondo y nunca salir, pero la mano me sostiene con el doble de fuerza.
Como una gota de agua rompiendo la reflexión perfecta del cielo en un lago espejado, la ilusión se rompe y lloramos, primero es la persona más inesperada por el grupo, sus hombros tiemblan y parece sumamente pequeño mientras intenta tragarse sonoramente los sollozos que se escapan de su garganta, inmediatamente otra de nosotros se acercó y apoyo su cabeza, llorando también. La mano sostiene mi nuca y yo apoyo mi frente en su pecho, la vista se me nubla y siento un nudo en mi cuello. El cuerpo me tiembla de la ira y la tristeza. Uno detrás del otro, nos dejamos llevar por las emociones, llorando, gritando e incluso riendo.
Al final, terminados todos unidos en un último abrazo, ojos rojos, pieles resbaladizas y mucho olor a cloro. No puedo evitar sonreír, pensando que, quizá la versatilidad de la vida nos permita reencontrarnos de nuevo, nos permita volver a hablar nuestro idioma, a amarnos como nos amamos acá, nos permita volver a ser.
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