Sueño con anclar mi barco en las riberas de lo desconocido, explorar las ruinas de lo que ya no es y llevarme conmigo los tesoros que siguen siendo. Quiero sentir el frenesí de la huida en mi pecho y la brisa salada del basto mar en mis mejillas. Extiendo mis brazos y soy uno con el horizonte, me rio mas fuerte que el viento, embadurno mi alma con el eterno solsticio de verano que me promete noches con sol pero luego oscurece el cielo y el mundo retumba como los latidos de aquel gigante ser primordial que duerme en lo mas profundo de la tierra. Sueño que lloro a mis compañeros perdidos en la tempestad y vago por el océano. No como un Ulises, sino como un pergamino embotellado, un recipiente de relatos y aventuras que jamás serán leídas ni escuchadas, la ultima voluntad de un triste naufragio.
Sueño, sueño, sueño, pero me despierto con la cálida luz del sol en mi rostro y el confort de mis sabanas, el ruido del tráfico y las risas de alguien que pasa caminando por la vereda y, de pronto, la monotonía de la vida cae de súbito ante mi, me arrastra al fondo de mi colchón, se hunde en lo profundo de mi pecho como el ancla de aquel barco, ese barco que el cruel y piadoso sueño me otorga con el único pago de tener que volver a despertar.
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