Éramos niños la primera vez que lo vi, danzando en una vieja terraza con los ojos cerrados y un semblante melancólico, la luna lanzaba hilos de plata en su lánguida figura. Era un espectáculo de movimientos que me dejo hipnotizado, se movía como si estuviera en un enorme teatro y el mundo entero lo estuviera observando, bailaba como si se tratase del último acto de su vida. Recuerdo que sentí una tensión en mi cuello, como si una parte de mi alma quisiera escapar pero unas manos negras la detenían.
Nunca supe si él también lo sintió, aquel tironeo constante de nuestros seres queriendo encontrarse, solo sé que esa noche algo cambio en ambos; mi mundo había comenzado y el suyo iniciaba su fin.
Recuerdo la noche en la que me descubriste, el brillo fébril de tus ojos que delataban la enfermedad, tu pecho agitado y esa mano extendida que aferré hasta los últimos momentos juntos. Aquella vez me dijiste tu nombre, todavía pienso en esa sonrisa tuya cuando lo pronuncie mal y como la noche recortaba tu figura en mil líneas oscuras, como si no bastara con tener una sola versión tuya, si no que necesitase miles y miles, danzando eternamente en aquella noche de verano.
La tensión en el cuello desaparecía cuando estaba con vos, nuestras almas dejaban de agitarse con la presencia del otro y aun así lo único que hacíamos era bailar, de día y de noche, danzábamos alegremente bajo los silenciosos hilos negros que descosían tu cuerpo y te arrebataban rápidamente del mundo, como un muñeco de trapo.
Una vez las malditas tijeras se llevaron tu ultimo retazo de vida, la luna dejo de brillar con la misma intensidad, la música que bailábamos no volvió a sonar igual y mi cuello pesa más, ahora que cargo con el recuerdo de ambos.
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