Apenas un leve movimiento y abro los ojos, la memoria muscular hace que automáticamente agarre el celular para ver la hora, es muy entrada la madrugada. Lejano, se escucha el sonido de un auto pasando por la calle, ilumina brevemente la habitación a través de las rendijas de mi persiana, hay un atisbo de ropa, una silla, un escritorio y un viejo televisor apoyado en un mueble.
Es verano, pero aun así duermo con un juego de sabanas y ropa porque odio la sensación de mi piel al descubierto, siento humedad en la espalda y en el cuello. Una gota de sudor se desliza por mi mandíbula y unos dedos gentiles la secan antes de que caiga, no puedo cerrar los ojos. Al igual que incontables noches, centro mi vista en la luz roja del televisor.
Ojalá pudiera sacármela de encima. Su peso me hunde los hombros y me empuja cada vez más para abajo, a veces me pregunto si tiene nombre. No siempre la puedo ver, pero estoy seguro de que siempre está ahí, quieta, sonriente, apenas una mancha borrosa en los límites de mi visión que me persigue siniestramente cuando intento concentrarme.
A veces me susurra cosas. Cosas malas, cosas buenas o simplemente cosas, su sonido es bastante peculiar, tanto que parece que solo yo puedo escucharlo, suena como metal viejo siendo rayado por una piedra, posa sus labios en mi oreja y su aliento me hace tiernas cosquillas. Me hizo prometer que las cosas que me dijo quedarían entre nosotros y yo cumplo con mi promesa, no por miedo, sino porque nadie creería lo que dice.
Muchas veces el dolor es insoportable. En la noche cuando está enojada, se sube encima mío y clava sus dedos en mi cuerpo, intento moverme y gritar, pero presiona mi cuello con fuerza férrea y no me deja respirar hasta que me desmayo. Al otro día no tengo ninguna herida y me duele la garganta.
Hoy está tranquila, lo que no lo hace más soportable, todas las noches son un infierno. Sus dedos, que son como pequeñas y finísimas agujas, se deslizan por mi cuerpo en un extraño ritual de chequeo que aún no logro entender, la escucho emitir un chillido molesto al encontrarse con capas y capas de ropa. Un escalofrió recorre mi espina dorsal cuando el frio metal hace contacto con mi piel. Contengo un sollozo.
La luz roja me observa indiferente, cómplice y silente espectadora de todas y cada una de mis pesadillas encarnadas en la realidad, me ha visto sangrar y forcejear, me ha escuchado gritar y rogar que pare, que el sufrimiento acabe, pero nunca hace nada, pues solo es una luz roja. También es mi mejor aliada, sin pedirme nada a cambio, acepta mi mirada perdida, mis ojos desesperados encuentran sostén en su consistente y omnipotente presencia mientras soy diseccionado vivo y consciente noche tras noche. Como un niño jugando con un muñeco de trapo.
Cada vez que la luz titila siento una puntada; un corte, un desgarro. Cuando las lágrimas nublan mi vista todo se vuelve de un borroso escarlata y me recuerda a la tarde de primavera donde reí por última vez y el cielo estaba teñido con los mismos colores.
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