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Foto del escritormateod199

Un príncipe durmiente, un reino olvidado y un diablo


El príncipe de ojos cenicientos grita en sueños, encerrado en su castillo.


Condenado a heredar un reino olvidado, gobierna sobre polvo y ceniza.


De su pueblo no quedan más que historias, susurros y mentiras.


Su letargo es la causa de su ruina, su maldición fue causada por amor.


Amor a un ser cuya sonrisa era la misma que la de Lucifer, momentos antes de ser arrojado de los cielos.


Un príncipe durmiente, un reino olvidado y un diablo.




Esta historia comienza como cualquier otra, en un país lejano y próspero cuyo pueblo vivía en paz y sus reyes eran gentiles. La familia real vivía en un hermoso castillo de piedra blanca rodeados de sirvientes, guardias y cortesanos nobles. Las torres de la fortaleza desafiaban con tocar las nubes y se contaban leyendas de las estatuas de ángeles guerreros apostadas en sus murallas, según las cuales estas cobrarían vida cuando el reino atravesase por momentos de oscuridad e impartirían justicia con fuego celestial a los enemigos del rey.


El soberano y su reina esperaban un hijo, un pequeño príncipe muy lejano en la línea de sucesión que no heredaría más que los títulos y formalidades correspondientes a un vástago real. Para ser su quinto embarazo, la reina lo venía atravesando sin ningún inconveniente, era una mujer sana y alegre, cuya risa siempre hacía eco en los pasillos del castillo. También era bastante inquieta y con un gusto refinado por el arte y la música, especialmente esta última. Siempre se la podía encontrar en uno de los grandes salones de baile danzando al son de sus fieles músicos que observaban en silencio los elegantes movimientos de la mujer, tal era su talento que no perdía la elegancia ni estando encinta.


Sin embargo, una tarde había acudido sola al salón de baile, luego otra, y otra más después de esa hasta que simplemente la pequeña orquesta real no había vuelto a ser solicitada. La reina se había hecho la extraña costumbre de bailar a solas y sin música, pasaba horas encerrada en su salón y el rey comenzaba a notar su ausencia. Una noche de invierno, el soberano se había despertado con el frio de la ausencia en su lecho, corrían los últimos meses del embarazo y era muy peligroso que la reina deambulara sola por los pasillos del castillo, que de día brillaban con el blanco más puro, pero de noche las sombras parecían alargarse infinitas haciendo muy fácil perderse.


Fue una de sus damas de compañía la que la encontró, la muchacha confesaba que la reina se encontraba bailando descalza en el centro de la sala, la luna iluminando de plateado sus cabellos rizados, tenía los parpados cerrados y parecía moverse bajo una melodía que solo ella escuchaba. Cuando la soberana se dio cuenta que no estaba sola, paró en seco sin abrir los parpados y momentos después simplemente se desvaneció, como si sus piernas después de años y años de danza hubieran dejado de funcionar. Cayó al suelo como una muñeca rota, sin uso.


La reina fue llevada a sus aposentos, los cuales nunca volvió a dejar. Se la pasaba postrada muy débil en su lecho sobrellevando intervalos de lucidez donde abrazaba a sus hijos y le tomaba la mano a su marido y ataques de delirio donde gritaba con locura alegando que el diablo estaba en esa habitación e iba a matarlos a todos. La reina terminó dando a luz al tan esperado príncipe, y así, el nuevo año comenzó con un nacimiento y con la muerte de su madre, la soberana y delicia del reino, horas después.


La conmoción en el reino fue tal que el nacimiento del príncipe paso prácticamente desapercibido. Con el tiempo, incluso algunos en el pueblo llano llegarían a olvidar que el rey tenía un quinto hijo. En el castillo, los sirvientes comenzaron a llamarlo monstruo, príncipe muerto y hasta heredero de la ruina. Debido a esta indiferencia y odio, es que él bebe creció para convertirse en un niño tímido y asustadizo, que rara vez salía de sus aposentos, hasta ser un joven cuya belleza melancólica estrujaba el corazón de todos aquellos que habían conocido a su majestad en vida, ya que era la viva imagen de su madre. La soledad parecía ser su única compañía en aquellas altas paredes de mármol que parecían tensionarse cuando caminaba por sus pasillos.


A pesar de no haberla conocido, de todos sus hermanos, él fue el único que llegó a apreciar la música tanto como su madre y al igual que ella, pasaba horas encerrado en un salón junto al pequeño grupo de músicos que, reluctantemente, tocaban para él como antes habían tocado para ella.


El príncipe encontraba en la música una especie de sentimiento difuso y lejano, era como estar rodeado de una densa niebla y divisar una luz lejana que jamás alcanzaría por más que corriera eternamente. Era algo conocido y desconocido a la vez, un recuerdo que no era suyo, en otra vida, de otra persona. Siempre pasaba unos momentos en silencio buscando ese impulso que requería liberarse y luego cantaba.


La pequeña orquesta recibía escalofríos empáticos cuando el joven príncipe comenzaba a armonizar. Tenía una voz que jamás nadie había escuchado, era como el aleteo de las alas de un ángel, era la voz de la persona que más amaban, la dulce caricia de una esposa, el abrazo de un hermano, la risa de sus hijos y luego era la completa ausencia de esto, un frio invierno en soledad, una noche sin estrellas ni luz, una mesa vacía sin platos, comida o familia que la ocupe. Era una voz tan bellamente desoladora que los músicos se preguntaban cómo alguien tan joven y con una vida adelante podía hacerlos sentir como si hubiera vivido y sufrido más que todo el mundo entero. Cantaba como si fuera el ser más desdichado de la historia. Sospechaban que el chico no era consciente de esto y, efectivamente, el príncipe solo ejecutaba lo que la música le hacía sentir, era tan natural y efímero como respirar.


Fue su voz, llena de dulce dolor no reconocido, la que despertó al Pecado, el primer paso a la ruina.


Una tarde el príncipe se encontraba en el centro del gran salón, donde la luz se transformaba por los vitrales ubicados en el techo con forma de cúpula. En ellos se veían reflejados ángeles y demonios, caballeros y doncellas, reyes y reinas, todos juntos retratando lo que parecía ser una especie de baile. El demonio simplemente apareció frente a él, justo donde terminaba la luz y comenzó a susurrarle mentiras y promesas en las que pudiera el joven pudiera ahogarse. Conocí a tu madre. Puedo liberarte de tu sufrimiento. Puedo hacer que te quieran.


Joven e ingenuo, el príncipe escuchó atentamente a diablo. Puedo hacerte rey.


El Pecado vio en el príncipe una vasija vacía para llenar y manipular, poco a poco, lo fue instruyendo en los saberes del mundo, en todo aquello que se le había prohibido simplemente por nacer. El príncipe se fue interesando en la perversión de su alma, degustando su cuerpo con lujuria y excitándose salvajemente con cada conocimiento nuevo y oscuro que adquiría a manos del Pecado. Jamás dudaba del ser y no tardo en confundir la miel envenenada que le susurraban con amor, pero, ¿Qué iban a saber dos seres tan odiados por el mundo, de un sentimiento tan complicado como el amor?


Los rumores no tardaron en circular por el castillo, rumores que siempre estaban relacionados con el príncipe hablando con alguien y que no haya nadie en la habitación, rumores sobre como las sombras se movían detrás de él cuándo caminaba por los pasillos, rumores sobre las cosas que hacía cuando se encerraba por horas en el salón de baile de su madre. El rey ordenó sellar el salón de una buena vez por todas y encerrar a su hijo en sus aposentos con vigilancia constante, en un principio hasta que los rumores se acallaran. Poco de esto le importo al príncipe, que siguió sumiéndose profundamente en su deseo y amor por El Pecado.


Luego se desató la guerra, seguida de una letal peste. El reino se sucumbió como nunca y la población termino diezmada. Mientras todos sufrían, la actitud del príncipe se volvía más errática, rozando la euforia, quizá porque estaba encerrado o quizá porque sabía que todo lo que estaba pasando era la justicia proveniente de sus santos, los que él y El Pecado adoraban, por todo el odio y dolor que le habían provocado. Un día, las puertas de sus aposentos se abrieron y los consejeros reales lo encontraron vestido y arreglado. Sus hermanos habían muerto en el lodo del campo de batalla y a su padre se lo había llevado la enfermedad. Una risa histérica inundo al príncipe. Era el heredero, ya se lo habían susurrado.


La coronación fue en el gran salón de baile, incluso habían llevado el trono en el que los reyes de su familia se habían sentado por generaciones. El Pecado estuvo a su lado en todo momento, mientras entraba, cuando recibió la corona y cuando dio su discurso en honor a su padre, siempre expectante desde las sombras. Llegado el momento del baile, el príncipe tendió una mano hacia un rincón oscuro.


El Pecado tomó la mano del príncipe, todos los cortesanos y nobles hicieron ruidos de descontento y horror, se les cayó la comida al plato, se ahogaron en el vino. Donde el príncipe era mármol y oro labrado, El Pecado era una obsidiana que brillaba más que el sol, su mera vista hacia que el pecho de todos los presentes se hundiera en algo que se parecía a vergüenza, no hacia él si no hacia sí mismos. Los tentaba, deseaban tocarlo, querían ceder ante él. Su cuerpo era el fruto del edén del que todos querían comer.


Todo sucedió muy rápido, la pareja abrió el baile y ambos danzaron alrededor de la sala al son de la gran orquesta que se había reunido para la coronación, parecían dos estrellas fugaces, eran tan hermosos que quitaban el aire, tan incorrectamente perfectos que los nobles no podían hacer más que mirar embobados aquel baile de dioses. La danza termino justo a los pies del trono. El Pecado tomo la barbilla del nuevo rey y con unas palabras de terciopelo, le susurró;


— Quiero comerme tu mente y ahogarme en tus sueños hasta que mi estómago este lleno de mentiras y mis lágrimas hechas de esperanza— Luego atravesó el corazón del rey con su propia mano, ahora cubierta en garras.


El rey cayó en su trono. Los ángeles de piedra no volaron. Los invitados gritaron de horror y la guardia intento acercarse al centro de la sala, pero, simplemente todo colapso. Por culpa de su último heredero, el reino sucumbió ante el pecado, comió y bebió de la fruta del edén y por eso aquel diablo disfrazado de amante se comió su existencia, los hizo desaparecer. Los transformó en una historia que sería contada a los niños antes de ir a dormir.


Espinos brotaron del suelo y rodearon el cuerpo inerte del rey. Piernas, brazos, garganta, las espinas formaron una corona alrededor de su cabeza. El diablo tomó del suelo la corona que había usado su esposo antes de morir y se la colocó. Antes de cerrar los ojos para siempre, el príncipe vio una mujer de ojos cenicientos y semblante melancólico frente a él. Portaba una corona de plata.

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